Cuentan las abuelas que las mujeres se reunían a compartir su tiempo juntas. Tejían, hablaban, cocinaban,
amamantaban y cantaban juntas. Recuerdo también haber visto en muchas películas de época la
complicidad de las mujeres “de antes”, mujeres habitando esos espacios contenidos y cuidados donde
podían ser ellas, en donde todo era válido y encontraban la seguridad para manifestar lo que realmente
eran. Sin embargo, pensaba que como mujer mestiza habitante de una ciudad con más de cinco millones
de personas, esas historias se quedaban en lo que “se cuenta” o lo que salía en las películas, que las
mujeres de mi tiempo no teníamos acceso a eso que otras tuvieron. Las mujeres de ahora trabajan en
oficinas, escuelas, mercados, hospitales, bancos o restaurantes; están a cargo de sus hijes, de los
quehaceres de la casa o de los cuidados de otros miembres de la familia; en fin, hacen de todo menos
tejer o cantar juntas. Quizá lo más cercano que podía encontrar en mi cotidianeidad era el cafecito que
de cuando en vez me tomaba con mis amigas.
Esa idea cambió el día que conocí un círculo de mujeres, en especial, de mujeres que se reunían
a cantar. Llegar a un espacio cuidado, protegido, que sostiene un rezo fue algo totalmente nuevo para mí.
Sin embargo, lo que no era nuevo fue el sentimiento de que debía de cumplir una expectativa, ¿qué tengo
que hacer? ¿y si me equivoco? ¿qué canción canto? ¡pero si mi voz es horrible! ¡yo no sé cantar! ¡nunca
he sido entonada! Una serie de exigencias, miedos, expectativas se desbordaban en mi mente, dándome
cuenta así lo difícil que es soltarme sin miedo a las experiencias, dejar de lado lo que he aprendido y
permitirme desaprender para aprender.
Poco a poco fui recibiendo la medicina del canto, el sonido del gran tambor al que todas referían
como “La jefa” fue hablándome, resonando en mi corazón, dándome el valor y la confianza, para soltarme,
para rezar. Entonces aprendí a rezar cantando, a sincronizar la vibración de mi voz y mi corazón al toque
del tambor y a la frecuencia de nuestras voces. A entender que para cantar no necesitaba nada más que
mi voluntad, mis ganas de compartir, mi disposición para dejar fluir el sonido que nace en mi estómago,
atraviesa mis pulmones, transita mi garganta y sale de mi boca. Supe entonces que ninguna de las mujeres
sentadas alrededor de la jefa me criticaría o emitiría un juicio de mí, pues el objetivo de reunirnos no era
cantar bonito, era simplemente cantar. Cantar desde el corazón, cantar desde el espíritu, cantar para el
fuego, la tierra, el agua y aire, cantar a la vida, cantar al amor. Así, cantar juntas se ha convertido en una
medicina, en un bálsamo -sobre todo en estos tiempos-, en un ritual que nutre mis días, que regocija a mi
corazón.
Texto: Yuliana Cerros
Foto: Nesbith Lauro