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martes, 7 de abril de 2015

De las diferencias entre fumar y rezar [Parte 2 y última]

Fumar, como he tratado de describirlo, es todo lo contrario. Recuerdo cuando estaba haciendo mi tesis doctoral sobre la imagen de la mujer que construía la publicidad en sus inicios, que en los anuncios de Pielroja de la revista femenina Letras y encajes (Medellín, 1926-1959) se evidencia el quiebre entre el canon de mujer tradicional heredera de los valores de la colonización católica española: casada, con hijos, sometida al esposo, callada, ajena al espacio público dominado por el hombre, dependiente económicamente y representada legalmente por su esposo, padre o hermano. 

Ese canon contrastó con el que se empezó a construir en la modernidad europea y norteamericana, que llegó a Latinoamérica desde finales del siglo XIX a y Colombia en la primera mitad del siglo XX: puede ser soltera, sin hijos, ser líder en la comunidad como maestra, secretaria, empleada pública, artista o literata, oficios que le permitieron salir a la luz pública, firmar sus textos, escribir sus revistas, tener sus empresas, bienes y dinero; votar y ser elegida para cargos públicos, tomar conciencia y ser activista de derechos humanos, de la mujer, de los niños. Puede ser sensual, esta mujer moderna, con faldas cortas, pantalones, cabello corto, zapatos de tacón alto.

La iconografía de los cigarrillos Pielroja comienza, entonces, a mostrar estas mujeres sensuales, cuyo símbolo de libertad y empoderamiento es el cigarrillo en su mano, su paquete en el bolso, los accesorios lujosos como pipas tipo pitillo, los encendedores de plata con incrustaciones de nácar y piedras preciosas, los ceniceros y las cigarreras. Objetos funcionales que, a su manera, ya usaban los indígenas de la ancestralidad americana, también lujosos, también símbolos de estatus. Pero lo que la modernidad no trajo de esa relación con el tabaco fue esa conexión, ese servicio, ese espíritu, esa marca de lo colectivo que separa al tabaco del cigarrillo.
Pintura: Chandra Esmeralda (México)

Cuando escribí mi tesis, lo poco que escribí de ella, no tenía en cuenta esto que hoy cuento, porque no sabía. Tenía información y conocimiento, pero no practicaba el levantar el tabaco, no tenía la conciencia, mucho menos la sabiduría. Esta llega con los años, con el meditar, con el trabajo del símbolo en el inconsciente, con la vivencia, con la experiencia. La experiencia es el pathos, la pasión que se conecta con el conocimiento y el entendimiento, vividos entonces en la emoción y en la carne; cuando algo atraviesa el cuerpo se vive una pequeña muerte, algo fallece, para que algo cambie, para que se renueve la vida.

Ese humo de cigarrillo que antes aspiraba, para sentirlo mío, para no sentirme sola, para sentirme llena y acompañada, ya sé que con el tabaco no se queda en la boca y los pulmones, ni en el cabello o la ropa, sino que ha de subir al Cielo, para llevarse nuestros agradecimientos y plegarias; ha de bajar a la Tierra, como muestra de amor a la Pacha Mama; ha de recorrer las otras seis direcciones (en el caso de las mujeres), en un gesto y vivencia de la conexión, del servicio y la vida espiritual ancestral que hemos decidido caminar.

Hace días, volviendo a compartir espacios colectivos de recuperación de memorias nativas de nuestra América, sentía y pensaba que si quiero cantar mejor, si quiero caminar montañas y valles peregrinando, si quiero seguirme curando y apoyar a otros, he de dejar de fumar. Además, como amo la vida, respeto la vida y defiendo la vida, hoy decidí dejar de fumar, pues me hice una prueba de embarazo y dio positiva.


Texto hecho por Diotima Ra: Nacida en Colombia. Mujer en sus 30, seguidora de tradiciones ancestrales de América desde hace 4 años. Sensible a los saberes sobre la luna de la mujer, uso copa lunar y siembro mi luna desde hace 3 años; ahora, gestante, hago pagamentos a Dachiname (Madre Tierra), según me han enseñado padrinos mexicas, muiscas, emberas y arhuacos.


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